Bio

Luís Rei NúñezEscritor gallego

Me llamo Luís y escribo libros

Eempecé a escribir poemas en la adolescencia, a mediados de los años 70, y en 1980 me atreví a publicarlos por primera vez. A veces también hago dibujos (como Edgar Degas: "Soy un hombre al que le gusta dibujar") y durante casi cuatro décadas ejercí el periodismo: dos años en una emisora de radio, tres en la prensa escrita y más de treinta en Televisión de Galicia

Nací en septiembre de 1958 en el Sanatorio Modelo de A Coruña, la ciudad donde mi abuelo paterno (con pocas horas de vida, en 1893) había sido abandonado en el torno del mismo hospicio en que la enfermera Isabel Zendal noventa años antes había reclutado los cuerpos portadores para la "expedición de la viruela". Aquel niño inscrito con un solo apellido fue criado por las monjas de la Caridad hasta que, cuando tuvo fuerza suficiente, pudo emplearse en el puerto coruñés como estibador. Ese mismo fue el oficio que hasta su jubilación desempeñó su hijo Luís (mi padre, nacido en 1931).

Hubo para él el lapso de un lustro de emigración. Primero en solitario, para trabajar como peón en una fábrica de baterías de Frankfurt, y después acompañado por mi madre, de subalternos en el St. Anne's College de Oxford. Durante esas ausencias, mi hermana y yo vivimos una especie de orfandad (blanda y soportable: los niños son siempre campeones de supervivencia) al cuidado de los abuelos maternos, entre el barrio coruñés del Gurugú, nueve meses de cada año, y los paisajes de un rincón de la ría de Muros, en los veranos.

En la parte urbana de la infancia hice de niño de los recados para una confitería, "La Vienesa", y puede decirse que aquello tuvo algo de dickensiano (aunque, gracias a las propinas, endulzado por muchísimo cine: en el Equitativa, de sesión continua, y el Doré y el España).

En casa, recuerdo un único libro de versos, "Fe de ideales", firmado por un lejano pariente y publicado a sus expensas en Granada en 1937, y también había tres antologías regalo de los Reyes Magos (de Hans Christian Andersen, de los hermanos Grimm y de Charles Perrault), algunas historietas de Hazañas Bélicas o Mortadelo y muchos devocionarios suministrados por las tías monjas, a parte de los manuales que mi abuelo materno, Pepe de María do Agro, conservaba del tiempo en que sacó el título de Oficial de Máquinas de primera. Se había quedado huérfano a la edad de nueve años, el mayor de seis hermanos, y la necesidad de trabajar le obligó a hacer de grumete en lanchas del xeito, en Muros, de minero en la Comanchería norteamericana y, finalmente, de maquinista en las tripas de buques de navieras vascas. Un cúmulo de experiencias que incluyeron crueles torturas por un escuadrón falangista tras el golpe de Estado de 1936 y que contadas por él, constituían la única novela al alcance de un niño preguntón.

No meu bacharelato practiquei o atletismo no estadio de Riazor, que aínda conservaba as pistas de cinsa, e ingresei no antifranquismo como militante da Xuventude Comunista. Era nos anos finais do ditador e ese activismo proseguiu durante o paso pola facultade de Dereito compostelá, que rematou sen esa licenciatura pero cunha compañeira, Beli.

Luego vendrían nuestra hija, Dánae, una casa cerca de Pontevedra, el mejor refugio contra los ruidos de fuera, y un puñado de libros, con la narrativa para lo que Ortega y Gasset definió como "la circunstancia" y con los poemas, celebrativos y luctuosos, para las inmersiones en el corazón.

Dirijo desde hace veinte años una colección de poesía, Tambo, y en 2014 regresé a la militancia de la mano de la nueva política para luchar contra una versión 2.0 del caciquismo, pero una serie de errores imputables a mi bando (y a mí mismo), le pusieron fin a eso tras un sólo mandato de esfuerzos perfectamente inútiles en las bancadas de la oposición municipal.

Ahora, cuando va quedando atrás la infancia de la vejez, redoblo el compromiso con las letras; ese irreductible país de soledad, silencio y lentitud. Me acojo a esos tres mandamientos desde la búsqueda de la claridad y sólo me resta añadir, como puede saberse leyéndome, que me gusta pasmar ante la insuperable vista de Monte Louro, viajar con tiempo por la península y la Europa más próxima y, de vez en cuando, salir al encuentro de los lectores con páginas en donde insisto tozudamente en la mejor de las proclamas: "¡Amo la vida!". Una vida que desde siempre quiero "muy Thoreau", o también levemente roussoniana; es decir, discreta. La vida de un nadie embrujado por la cultura.